Me aterran las cámaras de seguridad. Son demasiado entrometidos esos aparatitos que todo lo graban en el trabajo, en la fila del banco y en las instituciones públicas que debo visitar.
Es una crueldad que registren el momento en el que- aprovechando la distracción del grupo- te hurgas la nariz o te rascas las nalgas.
En algunas ciudades del mundo existen cámaras en las calles. ¡Graban los besos de los enamorados y las manías más embarazosas de la gente! El anonimato de las esquinas ya no libera a los ciudadanos. A cambio de darles “seguridad”, les quitan privacidad.
Nos pueden intervenir el teléfono o leer la correspondencia que cite las penas más intimas- como en Estados Unidos- para justificar la “lucha contra el terrorismo”.
Insoportable es esta paranoia en cualquier lugar, pero Santo Domingo seria asfixiante con tanta vigilancia.
El atentado contra la privacidad estaría por todos lados, en una cultura que acompaña la solidaridad y el genuino interés en los demás, con la manía de entrometerse y comentar los detalles mas privados de la vida ajena.
Aquí los vecinos observan y conocen al dedillo los pleitos de familia y las desavenencias de las parejas.
Los amigos pueden hacer un panel sobre tus más profundas heridas-con especulaciones que espantan-, la familia comenta tu vida privada en animadas tertulias, sin que nadie se sonroje. Y las preguntas indiscretas de conocidos y extraños sobre tu vida sexual, tus tristezas, tus vicios y tus opciones de vida son más frecuentes que las críticas contra el Gobierno. (Creo que hemos aprendido a defendernos del bombardeo con respuestas simpáticas o convencionales).
¿Se imaginan que también el Gobierno se dedique a husmear en nuestras miserias?
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