sábado, 23 de enero de 2010

El secreto de las hadas




La tía quería divertir al niño, sacarle sonrisas a una cara que ese día estaba demasiado seria. (A veces parece que ese niño se anticipa al futuro, la tía le hace cosquillas, le devuelve al presente) Ella empezó a contarle cuentos y a crear con su voz los seres mágicos que se escondían entre las ramas del framboyán que toca el balcón de su apartamento.

El niño no veía a las hadas. Le explicaba a la tía, que entre las ramas había pequeñas aves, no mujeres diminutas. La tía vio al pequeño tan serio que volvió a insistir, mientras creaba un cuento que no debe ser contado a nadie más, porque es propiedad de ese sobrino de cuatro años. Es sólo para él, para sus recuerdos, para el futuro, por si alguna vez la vida le abruma y busca en sueños a las hadas que ahora no quiere mirar.

Al cabo de un tiempo, el pequeño empezó a ver a las hadas, a señalar las mujeres azules, verdes, violeta, que se movían entre las ramas. Ambos fueron felices, él le regaló unos minutos de fantasía, creyó para ella.
La tía le regaló polvo de hadas para protegerlo de la tristeza, para que cuando sea mayor no tenga que conjurar los pesares buscando mujeres diminutas entre las ramas de los árboles.

En el vestido de un hada, la tía vio algo del futuro o tal vez muchos futuros posibles. Sólo cuenta que había una anciana sola y triste a la que un joven visitaba con flores de un framboyán, las flores eran de un naranja intenso y el muchacho, alegre, las depositaba en un jarrón de mariposas.

Luego, al pie del framboyán, ella charló durante horas con esas mujeres. Sólo sé que les pidió que nunca, nunca dejaran solo al pequeño. Les prometió que cuidaría del árbol y les dijo que si hacía mucho frío, durante las noches, las hadas bebes podían alojarse en su cabellera.

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