viernes, 23 de abril de 2010

Hasta que nos mate el tiro o el pánico



Me veo con la cabeza destrozada por un tiro. Mi mamá llora ante mi cadáver. También grita de rabia por esta muerte sin sentido.

Cambia la visión. Veo a un niño con el pecho roto: un tiro le traspasó los huesos, le rompió el corazón y la familia del pequeño abraza su cadáver. Su mamá y sus hermanos le sostienen las manos.

Sí, estoy paranoica y obsesiva, no lo puedo evitar. Imagino esas escenas horribles con la misma frecuencia con la que veo a un varón que exhibe un arma de fuego como símbolo de su hombría fallida.

La última vez que me asaltaron los temores, fue ayer en la tarde.

Me acerqué al cajero automático del Banco de Reservas del Centro Cuesta Nacional y, para mi sorpresa, un hombre exhibía su revólver al cinto, cual moderno vaquero. Estoy abrumada porque precisamente para no encontrarme con esas escenas he decidido ir a cajeros automáticos en establecimientos cerrados…

Dejé atrás mis derechos. Le dejé todo el espacio al macho armado, caminé, cobarde, hacia otro cajero a realizar mi transacción.

Los machos armados me persiguen. Hace unas semanas, en Gazcue, dos hombres decidieron obstaculizar el tránsito porque ninguno quiso ceder el paso al otro.
Los demás conductores y pasajeros esperábamos, pacientes y al menos yo, con miedo.

Cuando uno de los machos al volante, luego de muchos ruegos, decidió mover su auto algunas pulgadas y mi amigo Panky, quien conducía, pasó frente al carro del más obtuso, notamos que amenazaba con su pistola a los hombres que habían convencido a su oponente de que usara la cabeza.

Entonces vi mis sesos y los de mis amigos rodando por el asfalto. Me dije que amaba la naturaleza y la vida y pensé “¡que forma más pendeja de morir!” Panky aceleró. Nadie salió herido, me enteré luego.

Unos días después de ese incidente, me encontré con otro macho armado en el cajero de la avenida España, en Villa Duarte. Pensé que era un asaltante y me devolví al taxi que me esperaba en el parqueo.

Luego confirmé que el tipo no era un ladrón, era sólo un exhibicionista de las balas. Respiré. Me armé de valor y volví, a realizar mi transacción.

Pero, lo más absurdo me ocurrió en un carro público, en la ruta de la avenida 27 de Febrero, hace un año. El macho de este relato llevaba su arma en el bolsillo y yo sentía que algo me oprimía la pierna derecha. El hombre, muy gentil, hay que decirlo, trata de ayudarme. Dice: “señorita disculpe” y se saca el arma del bolsillo y la coloca sobre sus piernas.

En ese momento respiro y pienso “coño, no, por favor, ya me han asaltado tres veces, Dios mío, que esta no sea la cuarta”. Y le pido al chofer que me deje de inmediato, pero el pobre está a punto de entrar al túnel y me explica que no puede detenerse.Voy con los dedos cruzados y los demás pasajeros, tan frescos como el primer gandul. Por suerte, el hombre no quería asaltarnos.

A pesar de todos esos incidentes, estoy entera, me miro en el espejo y mi cabeza está en su lugar, pero mi paz se encuentra herida con la pólvora acumulada en esta ciudad.

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