jueves, 17 de septiembre de 2009
Nosotros, arameos errantes que despreciamos a los samaritanos
“Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto” (Éxodo 22,21). 1
“Dios sabe, Dios va a ver las verdades” dice un obrero haitiano, de esos que trabajan por salarios de miseria (RD$200 la jornada) en las construcciones que han hecho crecer nuestra ciudad. Testimonios de sus voces y sus cuerpos en la construcción están plasmados en un reportaje multimedia del fotorreportero Roberto Guzmán.
Si creyera en una justicia divina capaz de castigar a un pueblo, estaría aterrada, pues como los egipcios fueron ahogados en el Mar Rojo, así seríamos nosotros destruidos por consentir el abuso y habitar en casas y en apartamentos levantados con vejámenes y sufrimientos.
No creo en la justicia divina de ese modo. Tampoco parecen creer en la justicia divina, de ninguna manera, muchos dominicanos-incluso cristianos- que desobedecen una de las leyes bíblicas más humanas y hermosas: Tratar bien a los inmigrantes. “Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto” (Éxodo 22,21).
Hace dos años un haitiano me contó cómo había sido estafado por un ingeniero, que le obligó a trabajar y luego lo denunció ante las autoridades porque no tenía sus papeles en regla. Logró escapar del ingeniero y de las autoridades. No tenía dinero, ni casa. Estaba acorralado y solo.
La historia del empleador que abusa es una constante entre ellos. Aunque su dolor no es sólo por el maltrato de los patronos, que a fin de cuentas suelen abusar de todos los trabajadores en proporción directa a la necesidad que tengan del salario. Es, imagino, por esa soledad de no sentirse aceptado cuando se sube a la guagua y todos hablan de lo mal que va la vida, de los apagones, de los malditos trabajos y de alguna manera reciben y se dan apoyo, empatía y comprensión, mientras el inmigrante es aislado y despreciado.
Tratamos a los haitianos como supongo que trataron los judíos a los samaritanos, como escoria.Y oh ¡ironías de la vida! Como los judíos y los samaritanos, también tienen los pueblos de la isla una parte de su historia compartida.
¿Pero, saben qué? El fundador del cristianismo, un tal Jesús del que tanto se habla, los reivindicó en su condición de seres humanos y reconoció la bondad de uno de ellos, en aquella parábola del Buen Samaritano que ayuda a un viajero herido al que sus hermanos dejan abandonado. (Lucas 10, 25-37).
Jesús exalta la condición de “prójimo” del extranjero y deja claro que la relación de hermandad entre las personas está por encima de las convenciones políticas en las que nos agrupamos: estados, pueblos, tribus, grupos étnicos.
El propio pueblo judío es al fin de cuentas la historia de un grupo de inmigrantes en busca de futuro y prosperidad. El cielo no está en las nubes, es esa tierra prometida.
“Entonces hablarás y dirás delante de Jehová tu Dios: Un arameo a punto de perecer (un arameo errante en otras versiones) fue mi padre, el cual descendió a Egipto y habitó allí con pocos hombres y allí creció y llegó a ser una nación grande, fuerte y numerosa; y los egipcios nos maltrataron y nos afligieron, y pusieron sobre nosotros dura servidumbre. Y clamamos a Jehová el Dios de nuestros padres; y Jehová oyó nuestra voz, y vio nuestra aflicción, nuestro trabajo y nuestra opresión” (Deuteronomio, 26, 5-7).
El cristianismo del Nuevo Testamento es la continuidad de esa historia, pero la trasciende. Nos da la esperanza de que los valores de la solidaridad y la justicia traspasan las fronteras. El Reino no es de un pueblo, es de los hombres y las mujeres que “aman al prójimo como a sí mismos”.
Esta parte, digamos social de la Biblia, es la que con frecuencia olvidamos, detenidos en los detalles que no nos permiten ver las ideas globales de una historia universal, la historia de un grupo humano que pudo haber sido cualquier tribu africana o europea, americana o asiática.
Es la historia de un colectivo que también se construye a partir de historias personales concretas: reyes, sirvientes, profetas, mujeres prostitutas o profetizas o adolescentes embarazadas, pero también como no, de inmigrantes.
Hay gente que se aleja y que llega a Israel, como los chinos o los haitianos vienen aquí. Como Edwin mi hermano más pequeño que vive en Estados Unidos o Yaritza mi mejor amiga de la infancia que vive en España, como Peterson mi gran amigo de la adultez que también reside en Europa o Enrique, un tío que habita entre dos tierras: Santo Domingo y Nueva York.
A ellas y a ellos, a los que quiero entrañablemente, les deseo en su camino personas que traten bien al extranjero. Con ellos me siento inmigrante, extranjera en la tierra de Egipto y por tanto hermana de los extraños que llegan a la mía.
Soy biznieta de un español que como el arameo errante llegó al sur dominicano buscando futuro. Biznieta de africanos, como los israelitas, oprimidos en tierras ajenas. ¿Cómo no ver el dolor de mis hermanos?
Todos somos arameos errantes o podemos serlo. También los antepasados de los ingenieros y los empresarios que no les pagan a los obreros haitianos fueron arameos errantes.
Dios se ha ido, y ha dejado en nuestras manos la responsabilidad de evitar la opresión.
1. “Antigua Versión de Casiodoro de Reina (1569). Revisada por Cipriano de Valera (1602). Otras revisiones 1862, 1909 y 1960, Sociedades Bíblicas Unidas”
Foto de Roberto Guzmán, con la que tuve el honor de ilustrar mi reportaje El Cristianismo también se habla en creole.
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