lunes, 28 de septiembre de 2009

Eternamente viejos



En un bosque inmenso de cerezos y limones, la niña se convertía en astronauta. Viajaba a la luna en burbujas de jabón. Suspendida en el espacio, miraba al lugar donde empezaba el cielo, detrás de una pared de zinc.

Alrededor, un vecindario de casas de madera, donde llovía una vez cada año: cuando unos tíos eternamente viejos hacían fiestas con grandes mesas y golosinas en una sala que parecía de museo.

Cada visita duraba tiempos infinitos. Los tíos se quedaban atrapados por el único aguacero que caía en el pueblo. Dormían en la sala, por cualquier rincón.

Cada año que regresaban, el bosque de la niña era más chico ella se acercaba más en sus paseos hasta el lugar donde empezaba el cielo.

Un día, la niña partió a un sitio desconocido. Pasaron los siglos y las distancias.

Ahora los dioses la han regresado como una tía eternamente vieja a la antigua casa. No encontró el bosque: sólo cinco árboles de cereza y dos limoneros. No hay burbujas de jabón. El cielo no existe.

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