Esta historia comienza con una alfabetizadora que no sabe leer ni escribir. Finaliza la década de 1980.
Una tarde cualquiera, debajo de un árbol, la maestra enseña español a un grupo de niños de distintas edades, cerca de las barracas donde viven apiñados trabajadores del azúcar. Entre el grupo, corretean dos pequeños que se convertirán en el orgullo del batey Algodón, en los dos primeros médicos oriundos de aquí.
Pero, esperen, de los “doctores” hablaremos en un momento. Ahora estamos detenidos en los ojos de Hilda Pérez, la peculiar maestra. Desde la puerta de su destartalada casa de madera, ella vuelve a vivir aquella época. Como hoy, alrededor del batey sólo hay matorrales, cañas y polvo. La carretera que conduce a Barahona, en el Suroeste dominicano, casi cruza por encima del caserío.
Junto a Hilda, a través de sus recuerdos, estamos en esta aula al aire libre, debajo de un árbol. El único recurso didáctico importante es una radio que transmite un programa de alfabetización. Hay además unas cuantas páginas, con las cuales la profesora intenta desenmarañar, también para ella, el significado de las letras.
Por los callejones del batey vemos, a través del recuerdo triste de Hilda, a los niños desnutridos, a los ex trabajadores del ingenio desempleados, a los jóvenes con sus planes de emigrar a Santo Domingo a trabajar en la construcción o en el servicio doméstico. Son descendientes de haitianos de segunda o tercera generación en una República Dominicana en crisis.
Luego, ella para de contar, de vivir en las nostalgias que le ha traído esta conversación. Reflexiona en el hecho de que en esa época la vida aquí era aún más dura. Y esto es mucho decir en una comunidad que aún ahora necesita que se construyan letrinas en muchos de sus hogares.
A pesar de las tristezas es una persona alegre. Por un momento ríe a carcajadas recordando su propia audacia “¡Yo le digo a usted la verdad, yo era una profesora analfabeta, lo que ellos iban aprendiendo, lo aprendía yo también!”
De regreso al presente, con una mirada cómplice a su marido Jusni Franciani, Hilda habla orgullosa de esos hombres jóvenes que pasaron por sus manos de maestra, de esos estudiantes de término de medicina que para ella todavía son muchachitos.
Uno de ellos, Pedro Antonio Jiménez, estudiante de término tenía en 1989, apenas cinco o seis años. Fue uno de los últimos escuchas de la alfabetización por radio en la provincia. Un chiquillo curioso que a través de ella se aproximó a la enseñanza.
El otro, Charison Yan Féliz, actualmente “médico interno” se alfabetizó casi por completo gracias a la voluntad de Hilda. “El donde quiera que va lo dice, que sus primeras enseñanzas fueron con RADECO (programa radial de educación radiofónica)”.
Hilda, está feliz. En unas cuentas horas, Pedro, uno de sus muchachos llegará al batey desde la Universidad Central del Este (UCE) en San Pedro de Macorís. Charison, su otro orgullo, no irá, porque debe hacer guardia en un hospital de Santo Domingo.
La promesa en el batey. Cuando Pedro llega, camina, como de costumbre, por todos los rincones del batey, donde la vida transcurre con pocas novedades, excepto por las tristes noticias de la pobreza que a nadie asombran por aquí.
Al saludar a un grupo de vecinas, se percata de que un niño de once meses que juega en el suelo sufre de una desnutrición crónica. “Hay que desparasitarlo y luego darle alimentos, porque no se gana nada con darle una medicina y que siga en el suelo y no coma", comenta.
Pedro es un sobreviviente de esta realidad. Los estudiantes de medicina lograron cursar su carrera de medicina en la UCE, gracias a una beca otorgada por la organización Niños de las Naciones, pues las familias, atrapadas en la pobreza, no tienen suficiente dinero para costear sus estudios.
Cuando Pedro continúe recorriendo los callejones, se enterará de otra noticia triste, pero asimilada con resignación en un lugar donde uno de los mejores sucesos del día puede ser un plato de arroz con una taza de habichuela y un poquito de carne.
El mes pasado cuatro niños de los aproximadamente 13 pequeños que buscan- para sobrevivir- aluminio y cobre en un vertedero ubicado a unos tres kilómetros de Algodón, estuvieron a punto de morir por consumir un salami caducado que encontraron en la basura.
Marino Féliz, de 13 años es una de las víctimas. Es hijo de Francia Deguizan quien, según cuenta, vive con su marido, cuatro hijos y otros nueve muchachos en una casa de apenas tres habitaciones.
El pequeño vende cobre y aluminio a unos conductores de camiones que pasan por la carretera que conduce a Barahona o a un hombre de su comunidad llamado Néstor Patricio Guzmán (Hari) que, según cuenta vende el material a otros compradores. Con el dinero que obtiene, compra chucherías para él y de vez en cuando le da dinero a su mamá.
Francia debe mantener la casa donde conviven unas 15 personas con un salario de RD$3,000 que gana como conserje en un país donde la canasta básica ronda en promedio los RD$18,000. De vez en cuando, su marido llega al hogar con RD$150 que obtiene como jornalero en predios agrícolas del pueblo de Fundación. Otras veces, su hermano, quien le dejó dos hijos a su cargo, envía algún dinero desde la capital, donde trabaja en la construcción. "El día que encuentro el arroz los muchachos se lo comen, el día que no jallo na, se queda así", dice resignada la mujer.
Su niño habla de un sueño para escapar de la necesidad: ser pelotero. Mira al estadio improvisado donde los muchachos juegan, hablando creole, hablando español, a ser como el toletero de grandes ligas David Ortiz.
Historias de coraje. A pesar de sus pesares, este niño tiene más suerte de la que han tenido los estudiantes de medicina que hoy son el orgullo del batey. No tiene que, como ellos, caminar cuatro kilómetros cada día para ir a la escuela básica en Palo Alto, pues desde 1998 hay una escuela primaria en el batey Algodón.
Luego de la primera alfabetización radial, los futuros médicos terminaron la educación básica a fuerza de caminar cuatro kilómetros al día, cuando no había dinero para pagar el transporte, es decir, casi a diario. "A mí no me gustaba la escuela, mi mamá todos los días salía con un palo para obligarme a ir. No me gustaba porque tenía que caminar a pie y como mi mamá trabajaba, a veces cuando volvía no tenía comida hecha", comenta Pedro, a carcajadas, mientras mira a su hermano Joel Antonio, quien trabaja como chófer en el consorcio azucarero.
Durante la educación primaria, su hermano fue mejor estudiante, pero finalmente decidió dejar los estudios para trabajar.
Además de estas dificultades, Pedro tenía que enfrentarse con la discriminación, que lo tocaba como bateyero y como descendiente de Bertha García Joseph, una mujer domínico-haitiana. "Los muchachos de los otros pueblos nos decían haitianos, bateyeros, cuando íbamos a la escuela, cuando jugábamos y uno siendo niño no entendía bien esas cosas, ahora no me importa", dice.
Contra el entorno. El pastor evangélico Desiderio Corniel, padre del “médico interno” Charison, cuenta que para que su hijo fuera a la universidad, hubo restringir el gasto de la casa, porque la beca no le era suficiente para tener una vida sin estrecheces.
"Yo les digo a los muchachos de aquí que aprendan, que estudien para que no sean como uno, que la azada sólo lleva para atrás, la escritura va hacia adelante", enfatiza el pastor, de nacionalidad haitiana, quien desde hace cuatro años tiene una parcela. Antes se dedicaba a cultivar tierras ajenas.
Pero, no todos podrán seguir con la escritura. Unos 15 estudiantes además de los dos que estudian medicina están en la universidad y 25 se encuentran en lista de espera. La organización no dispone de becas para todos y la mayoría de las familias no pueden costear los gastos.
Maritza Peña de Niños de las Naciones explica que Educación apenas paga cinco de los diez maestros que imparten docencia en la escuela básica, que alberga a 270 estudiantes.
La escuela fue construida y es mantenida por la asociación civil desde 1998, cuando se cumplió uno de los sueños de un batey donde algo ha cambiado, aunque la pobreza se imponga en los hijos de los braceros como antes en sus padres, trabajadores del azúcar.
Un hijo de Hilda, la alfabetizadora, es obrero y otro cursa el bachillerato y practica béisbol. Jusni Franciani, el marido de la maestra, un ex trabajador del ingenio, sueña con que su muchacho termine la universidad para que su familia empiece a dejar atrás la caña y el cemento.
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