domingo, 4 de mayo de 2008

Las voces de los niños en una tragedia

*Edith Febles


Ayer caminé durante horas por las calles de La Caleta, en Boca Chica. La sangre se negaba a desaparecer del suelo pese a la lluvia. La comunidad estaba en la calle. Apenas comenzaba el recorrido cuando un hombre alto, de unos 42 años, se acercó al periodista local que me acompañaba para decir: "Lo que ocurrió anoche fue una masacre. Yo soy militar. No les he dicho nada. Pero investiguen". Eran las 9:30 de la mañana.
Aquel gesto fue el primer amago de lo que se convertiría en rutina. El pueblo estaba indignado.
Una señora de unos 80 años, desprovista de dientes, se acercó para que le escuchase. Joven, ¿usted es periodista? ¡Por Dios, haga saber que aquí mataron gente inocente! La actitud era colectiva.
Bien entrada la calle contemplé a unas 40 personas afanados en conversar con los periodistas de Diario Libre. En otra esquina, otro grupo no menor, hacía lo propio con Roberto Valenzuela, de El Caribe. Las cámaras ganaban espacio entre otros grupos formados de forma espontánea.
Seguí escuchando a la gente. A la que hablaba conmigo. A la que se dirigía a otros vecinos ignorando ser escuchados. El dolor y la indignación casi eran palpables de tan reales.
Me encontraba hablando con los moradores cuando un joven se acercó y me dijo: "Señora, hay alguien allí que quiere decirle algo. Me llevó de un callejón a otro hasta concluir en una sala oscura, donde tres personas aguardaban. "Es muy delicado lo que queremos darle. No diga que se lo dimos". Entonces, para mi sorpresa, encendieron un sonido de grabador con bajísima calidad técnica, casi imposible de reproducir. Dijeron que aquella era la grabación del momento en que el terror se apoderó del barrio. ¡No lo maten Dios mío, no lo maten, no lo maten, no lo maten!. Ese grito se repetía en voces cercanas y lejanas y solo se vio interrumpida por la voz de alguien que dijo: ¡Carajo, han matado a un coronel, carajo!. Lo demás eran voces confusas, voces de pánico, gritos, alarma.
Salí de allí para seguir caminando en aquella especie de romería colectiva en torno a los rastros sangrientos. Las diligencias me permitieron acumular imágenes de los primeros momentos. Imágenes de los muertos con tiros cercanos, en sus cabezas, de las mujeres clamando justicia, de un general prometiendo esclarecimiento, de un coronel fallecido en su jeepeta.
Pero de todas las imágenes del día la que más impacto me causó no llegó hasta las cuatro de la tarde. Fue la imagen de las consecuencias. A esa hora me senté en el borde de un colmado aguardando la llegada de uno de los muertos procedente de Patología Forense. Fue entonces cuando aquel niño me llamó. Hasta ese momento no pensé en los niños del pueblo. Atraída por los testimonios de los adultos no pensé en ellos. A partir de entonces no pude ignorarlos y lamenté no haberlos tenido en cuenta.
El niño no debía tener más de seis años. Los pies sucios. La camisa roída. "Señora, ¿usted es de los periodistas?, preguntó. Al responderle afirmativamente me dijo: "Le tengo una cosa, le tengo una bala".
Y se acercó. Abrió sus manitas. Y mostró el casquillo oxidado de lo que alguna vez fue una bala. Le expliqué que aquella bala era antigua. De todas formas él la recuperó y la guardó en el bolsillito de su pantalón remendado. En ese instante me di cuenta que no había hablado con los niños del pueblo. ¿Cómo pude pensar en cubrir una tragedia sin hablar con ellos?.
Para reparar mi descuido desde entonces solo hablé con ellos, exceptuando los escasos minutos que conversé con el cura y el representante de los derechos humanos.
El chico portador de la bala me comentó que cuando comenzaron los tiros su madre lo metió debajo de la cama, dijo que cuando todo acabó su hermanito, de tres años, preguntó a su madre si se había marchado el cuco.
Me encontré rodeada de niños y niñas. La experiencia de todos era parecida. Al momento del tiroteo lo pasaron debajo de las camas, debajo de los muebles, debajo de un cajón, en fin, debajo de algo.
Otro pequeño, de ocho años, lloroso, me dijo: "se llevaron a mi mami y a mi papi. Mi tía dice que no sabe donde lo tienen. ¿Usted cree que lo van a matar?. Era obvio que allí faltaban psicólogos. Traté de tranquilizarle diciéndole que la Policía no podía retenerles más de 48 horas. Que esperara otro rato, que sus padres llegarían.
Entonces, otro chico más despierto y avispado me comentó ser hermano del lloroso. "Oiga señora, yo le voy a decir lo que pasó"- ¿Usted ve aquella casa", dijo, mientras señalaba la residencia donde –según la Policía- estaba guardado el dinero que el fallecido coronel trataba de recuperar.
"Llegó una jeepeta y se apearon dos hombres armados. No parecían policías. No tenían nada de policías, y comenzaron a dispararle a esa casa. Nos trancamos. Entonces, por la puerta de atrás llegó la señora de la casa gritando. Mi mamá le abrió la puerta de atrás 'juyendo'. Ella estaba muy asustada. Ella sufre del corazón. Su hija llegó con ella. Decían ¡ladrones, ladrones! Ellas se trancaron con nosotros y se oyeron muchos tiros. La señora estaba muy mal. Luego vino la Policía y le dieron agua porque se estaba poniendo mala y se la llevaron. Después se llevaron a mi papá. Mi mamá protestó y también se la llevaron. Nosotros dormimos solos". Aquel niño no pasaba de diez años. Es el mayor en la casa.
Para entonces estaba rodeada de niños. Unos 20 chiquitines se convirtieron en mis guías. Me llevaron al patio de la residencia donde se resguardó la citada señora y mostraron un boquete abierto en la empalizada de cinc y alambres de púas. ¡Gracias a Dios las mujeres pudieron pasar por aquí, gracias a Dios, porque las iban a matar!, dijo uno los niños. No le pregunté su edad, pero a juzgar por su tamaño calculo que no pasa de seis años.
Decidí hacer el recorrido de la señora a quien la Policía inculpó como responsable de las muertes por sus gritos de auxilio. Su histeria, a juicio policial, había sido el detonante.
Con los niños fui a su casa. En grupo, me enseñaron lo que los adultos no me habían mostrado. El lugar de la puerta de hierro donde el tiro hecho, supuestamente, por uno de los policías que acompañaba al coronel, dobló la protección de hierro, rompió el candado y se proyectó sobre la pared.
Fue entonces cuando la dueña de la casa salió corriendo por la puerta de atrás clamando ayuda. Y sí, como dijo el niño, tuvo suerte de poder romper una hoja de cinc de aquella empalizada tan tupida.
Luego, hablando con el cura del pueblo, le pedí razonar sobre algo tan humano como la histeria, de modo particular sobre la histeria de aquella mujer. Si a su casa –dijo el sacerdote- llegan unos hombres armados, de noche, vestidos de civil, sin fiscal, sin orden judicial, tirando tiros a su puerta, en una jeepeta privada, ¿usted que haría?".
"Yo –culminó el cura- pensaría que son delincuentes. Por eso digo que esto es un caso muy extraño. Hasta yo gritaría", terminó.

A esta hora leo los diarios. Algunos recogen nueva vez la historia de aquella mujer histérica como parte de una componenda. Y las palabras del cura retornan a mi mente. "Si llegaran a su casa de esa forma ¿usted que haría?".

*Edith Febles es periodista

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