domingo, 22 de diciembre de 2013

El país de las personas rotas

Mirar la vida de frente. Los dominicanos necesitamos dejar de evadir la realidad. Tenemos que aceptar que detrás de la risa y el bullicio, de las sonrisas y las carcajadas, hay un país de personas rotas de dolor, hay una sociedad que produce sufrimientos evitables, que acosa a los más débiles y permite, entre aplausos, el abuso de los poderosos.

Pero, sobre todo, necesitamos aceptar que la crueldad no es “producto de la descomposición social de hoy en día”, que no se debe a que “los jóvenes están perdidos”. Aceptemos, para cambiar, que nunca hemos sido el paraíso de la bondad del que hablan los abuelos. Miremos de frente el dolor del que venimos. Ni nuestros campos, con sus historias de solidaridad tan entrañables, han sido nunca tan apacibles como imaginamos, ni Santo Domino, este caos de nuestros amores, es o fue solo la ciudad alegre y divertida que vive en la imaginación de muchos capitaleños.

 Les contaré, brevemente, cuatro historias de mi entorno más cercano que ilustran nuestra particular crueldad, la máquina de vidas rotas en la que hemos crecido. Y no ocurrieron ayer en la mañana. Ocurrieron hace más de 20 años, cuando yo era una niña y crecía en Tamayo, que por aquel entonces era, según la versión más aceptada, un tranquilo y apacible puesto del Suroeste.

La primera tiene que ver con la discapacidad y el abuso. No recuerdo todos los detalles, pero un día en el barrio en el que crecí, unos hombres golpearon a un chico que tenía una discapacidad física y a quien llamaban “el manco”. A su alrededor había una ronda de vecinos que reían del espectáculo mientras el muchacho lloraba desesperado. No era una niña valiente, no lo defendí. Creo que me puse a llorar, aturdida. Nunca he comprendido como aquella gente, los vecinos tan queridos, pudieron prestarse a tal crueldad. De repente ese recuerdo me ha martirizado en las últimas semanas, y quisiera confrontar a todos los que estuvieron allí, quisiera preguntarles: ¿qué han hecho?, ¿por qué?

La segunda historia nos habla sobre el desprecio hacia las mujeres. Una chica fue violada por un pariente que, además, acosaba a todas las niñas de la familia. En los pueblos, ya se sabe, los secretos se dicen a voces por todos los rincones, así que pocos pueden alegar ignorancia. A la muchacha se le impuso la convivencia con el violador que nunca fue sancionado, se le impuso la humillación de mostrarle respeto y callar su dolor, y así “el honor de la familia fue salvado”, ante la indiferencia de toda esa familia, de todos los vecinos y de las autoridades que conocían hasta el más mínimo detalle del delito. Espero todavía pese sobre sus conciencias.

Mi tercer recuerdo también está lleno del sufrimiento de una mujer. Un día vi a un hombre pegar a una mujer adulta. Hasta ese momento solo había visto a los adultos pegar a los niños y a las niñas. Estaba impresionada. Luego comprendí que el hombre golpeaba a la esposa casi todos los días y solo en situaciones extremas los vecinos intervenían para salvar su vida. Todavía puedo ver la expresión de aquel rostro cansado, que parecía suplicar que parara el dolor.

La cuarta historia tiene que ver con la enfermedad mental. Un enfermo mental crónico, tal vez porque la familia no tenía dinero suficiente como para pagar un hospital, era acosado con frecuencia. Sus reacciones terminaban convertidas en espectáculo para disfrute de un público ávido de morbo. La gente le daba cerveza y ron, lo que empeoraba aún más su enfermedad.

Vi a ese hombre llorar como un niño, con un llanto que ahora revivo y que creo, es el llanto que representa el dolor y la frustración de las familias rotas, de la pobreza que impide comprar la medicina del enfermo mental, pobreza que no cae del cielo y que en mi municipio, está muy relacionada con una historia aún más antigua de expropiaciones de tierras que fueron a parar al ingenio, y con el abandono estatal. Ese llanto, mis amigos, es el llanto de la impotencia por todos los “honorables” protegidos a costa de la humillación y las lágrimas de las mujeres, el llanto de los que estamos rotos y rotas de sufrir o de ver tanto dolor y tanta impunidad.

1 comentario:

Argénida Romero dijo...

Caramba, amiga, que certera han sido tus palabras.