sábado, 29 de junio de 2013

Hay ciudades que tienen alma y hay ciudades que te hacen parte de su alma



He perdido el autobús. Ahora conozco, un poco mejor, la ciudad. Tercera vez que ella y yo nos encontramos. Y como la primera y la segunda vez, Baltimore me sorprendió. Sus viejos edificios, que parecen de piedra, con ese aire elegante y, en algunos casos, a la vez, algo destartalados, me hacen un guiño para que vuelva a mirarlos, a descubrir los detalles que antes no había notado. Las estaciones de un tren cuyos rieles aparentemente hirieron bosques, están rodeadas, en ciertos tramos, de una naturaleza no del todo domesticada. Un verde que quiere ser salvaje sigue en pie, y se alborota cuando los andenes se quedan solos. Envía pájaros a inspeccionar sus antiguos dominios. Y en algunos vecindarios, lejos de los árboles y arbustos que el tren dejó atrás, la gente se sienta frente a la calle, a ver pasar la vida o a disfrutarla, desde sus casas.
Baltimore desde un edificio de la Hopkins.
He terminado totalmente enamorada de Baltimore en una visita que no tenía como objetivo disfrutar de su belleza. Me dirigía a una oficina, a una entrevista muy formal. Confundí, pobre de mí, a Baltimore con una ciudad cualquiera, de esas en las que puedes hacer una gestión administrativa y regresar a casa sin ninguna inquietud. 

 Nuestro encuentro lúdico, esta vez, empieza por error. Vengo de Washington. Al bajar del tren en la estación Pennsylvania, descubro que el autobús que había pensado tomar, es una guagua propiedad de la universidad Johns Hopkins, que no puedo abordar porque no soy estudiante de esa academia. Quiero saber si hay alguna alternativa. Pregunto a un hombre de cara muy seria, “¿qué puedo hacer?”. Él me aconseja, con una tranquilidad de anarquista convencido, que me haga pasar por estudiante pues en su opinión nadie se dará cuenta, y los autobuses están hechos para llevar y traer gente que necesita transportarse. La idea es tentadora. Pero, prefiero evitar una situación embarazosa. Así que pierdo esa guagua, la dejo pasar. 

 Trato de encontrar otro sistema de transporte que me lleve a mi destino. Mientras tanto, noto la belleza de algunos edificios, aunque me disgusta que estén pintados de marrón, y no de los colores pasteles que he visto antes en algunas casonas de Baltimore. Me digo, “no me puedo detener en estos detalles ahora, debo tratar de encontrar un autobús o un tren”. Toco la puerta de un edificio de estilo contemporáneo y pregunto a un guardia de seguridad por mis alternativas. El guardia tiene la paciencia suficiente para escuchar y deletrear los nombres de las calles que debo encontrar para tomar el autobús 21. Sus explicaciones no bastan y termino perdida y me distraigo con los detalles de una iglesia de estilo muy sobrio, casi austero. Me obligo a seguir mi camino. Encuentro a un hombre y a una mujer que hablan de forma animada, mientras caminan despacio. Les explico que trato de encontrar la parada del autobús.
Desde el carro del profesor que se ofreció a llevarme a la estación del tren. 
Me indican con total precisión dónde puedo tomar la guagua, y además, me cuentan todos los pormenores del transporte público de la ciudad. También quieren que entienda cómo conseguir, en las oficinas del Gobierno, unas tarjetas especiales “para que no tenga que pagar tanto dinero en los autobuses”. No entiendo bien de qué va el asunto, así que sonrío y agradezco la amabilidad. Tal vez piensan que soy muy pobre y no puedo pagar el autobús o tal vez pregunto por un autobús que solo toman personas muy pobres. No lo sé y tengo prisa. Mientras tanto, los minutos pasan, la conversación se extiende, sin que encuentre una manera cortés de terminarla. Por suerte, el hombre mira el reloj y me dice que ya es hora de que pase la guagua. Me pide que corra hasta la próxima calle para que no pierda mi bus.

Corría, mientras ellos me gritaban que cruzara la calle con cuidado y que le explicara al conductor cuál era mi parada. Llegué justo a tiempo para abordar el autobús. No era conductor, era conductora. Le pido a la señora, que por favor me diga en cuál parada puedo quedarme para llegar a la calle que me ha indicado el guardia de seguridad. Ella es, no se puede negar, un monumento a la amabilidad, pero también a la mala memoria. Se olvida por completo de mi existencia, y solo se acuerda de mí tres cuadras después de la parada en la que tenía que dejarme.

Ahora llueve, y paso por un vecindario que parece de viviendas sociales con gente que habla en las calles y niños que juegan en los patios. Todo luce muy apacible. 

Decido volver a preguntar a un transeúnte por las oficinas. Pienso que tal vez hay un atajo, mientras camino por la bulliciosa avenida Orleans. Una mujer me explica la forma más rápida de llegar a la oficina que busco. Como el guardia, me deletrea calles y números. También me pregunta, de dónde vengo y por qué tomé esa ruta. Levanto los hombros y admito que estoy perdida. Sigo sus instrucciones, pero me confundo y vuelvo a preguntar a dos guardias de seguridad que me ayudan a encontrar mi destino y hasta a protegerme de la lluvia por unos minutos. Mi sombrilla es pequeña y estoy mojada.

 Finalmente acudo a mi cita, y luego, pregunto al señor que cuida el edificio cómo puedo regresar a la estación del tren. Se ofrece a explicarme como encontrar una parada de autobús. Pero tengo suerte, un profesor decide llevarme en su carro y veo en la cara del guardia una sonrisa de sincera alegría. Debió preocuparse al ver mi expresión de gato perdido y mojado cuando llegué al edificio. 

 De regreso a la estación, el grupo “Let the monkey go” tiene una presentación en la calle. La guitarra electrizante, el ritmo que me recuerda cierta música de Jamaica, la gente que se detiene a verlos y el olor de la comida callejera de Baltimore hacen que me sienta parte del ambiente. Todo me resulta tan distinto y tan familiar. ¡Pero es hora del regreso! Decido entrar a la estación a comprar mi pasaje. He perdido el tren de las 6:30. Tengo que esperar una hora. ¿Qué más da? quién se va a enojar luego de oír la música de “Let the monkey go”, con sus percusiones que recuerdan ese verde a veces salvaje y a veces tranquilo que el tren dejó atrás, su piano iconoclasta y los instrumentos de viento que llenan el aire de ritmos que parecen nacidos para estar aquí.

 Y está ese olor de la comida callejera de Baltimore. Por fin puedo sentir, luego de mucho tiempo, el olor del ajo y la cebolla de la comida “real”, en esta ciudad en la que puedes conversar en cualquier esquina, y donde desde la decoración de una calle para celebrar la Navidad hasta la recolección de fondos para una obra social o simplemente el amor de la gente por la comida callejera y la buena música bastan para armar una fiesta y bailar hasta que el sol se acueste o se levante, que no vamos a controlarle la vida al sol, que de eso se ocupen los aburridos policías. 

 Ahhh, y la ciudad tiene un puerto por el que no he podido caminar con detenimiento. Seguro que la próxima vez iré a ver cómo es la vida portuaria, porque esos barcos que vienen y van por el río Patapsco tienen que estar relacionados con ese aire de alegría que se respira en la ciudad.
Desde el tren, camino a la ciudad de Baltimore. Durante este recorrido se pueden ver muchos árboles, y fuentes de agua.

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