domingo, 25 de septiembre de 2011

Educación y libertad


Mi sobrino Cristopher, de seis años, ha iniciado la escuela primaria con entusiasmo y alegría. Espera perfeccionar su lectura para “leer muchos cuentos” y saber lo que hay en “todos los libros”.

Me emociona observar su avidez de conocimiento y su energía para jugar a las figuras, formar bloques o hacer preguntas sobre el espacio exterior.
Entusiasmada, le llevo a casa libros sobre los planetas, la forma en que funcionan ciertos aparatos o de literatura infantil.

Él los mira una y otra vez y pide que lea las páginas llenas de ilustraciones, no importa si se trata de un cuento o de un libro de ciencias naturales.
Miro a ese niño y pienso que la escuela a veces castra y limita nuestro interés por conocer el mundo.

Tuve la suerte de estudiar en el Politécnico Pilar Constanzo, dirigido por Hermanas Salesianas, un centro modelo dentro del sistema público.
Pero aún así, ahora que miro con criticidad mi propia formación, lamento que el currículo dominicano tenga, o tuviera en ese entonces, tan escasas herramientas para inculcar en los estudiantes una cultura científica.

Así nos convertimos en analfabetas funcionales para comprender informaciones básicas sobre medicina, terremotos, maremotos o productos químicos.
Lamento también la falta de conexión que a veces se dio, muy a pesar del esfuerzo de buenos profesores, entre la teoría y la vida. Pero comprendo que lidiar con 40 adolescentes en un aula…es un reto abrumador. Pienso en las clases de ciencias sociales sin salir por la ciudad a observar el relieve o la estructura urbana, en la ausencia de historia africana; y en las limitaciones para hacer prácticas fundamentales de ciencias naturales.

Recuerdo que de pequeña, como Cristopher, tenía una fascinación por la luna y las estrellas, pensaba que podía ser astronauta y viajar por el espacio. Con mi comadre de muñecas, Yaritza, también inventaba historias fantásticas, comidas malísimas y mundos posibles para cambiar la realidad o evadirla.


Mis gustos se inclinaron, al final, por las ciencias sociales, la comunicación y por las letras y sus posibilidades de crear, de transmitir de algún modo la realidad o de sacarle la lengua para construir otras posibilidades.
Dos maestras fueron posiblemente demasiado buenas explicando la importancia de las lenguas y de nuestro idioma en particular, tan buenas que me ilusionaron con la comunicación y me pegaron una pasión de la que no he podido desprenderme. Las culpables fueron, en la primaria Paula Gómez (Duda) del Colegio Gabriela Mistral, de Tamayo; y en la secundaria Rosa Caro (quien si me lee se reirá con la muela de atrás, ya que era tan estricta que nos parecía, creo que a todos, y a mí en particular, antipática).

Agradezco mi formación más o menos sólida en aritmética, mis clases de comercio, la matemática comercial-que nunca he aplicado y no me gusta para nada, pero que me ha ayudado a ordenar mi cabeza- la fascinante álgebra y aquellas explicaciones sobre la división celular. Sin embargo, me pregunto cómo habría cambiado mi vida una formación científica más rigurosa o un viaje por el Malecón para entender su relieve costero en una clase de ciencias sociales.

Claro que algo he aprendido en la adultez, pero… lo pienso, lo pienso y le deseo a Cristopher una escuela que le de alas para conocer todo aquello que le provoca curiosidad, en vez de condenarlo a horas de aburrimiento. Quiero que nunca se haga esta pregunta. No me importa si decide ser mecánico, físico cuántico, titiritero, bailarín o periodista como yo. Sólo quiero que no se haga esta pregunta al cumplir 31 años.

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