martes, 12 de julio de 2011

Empatía y sentido común



Por diversas razones he durado meses en un patín: trámites legales en instituciones del Gobierno y en universidades, búsqueda de libros viejos y de papelitos olvidados en baúles junto a notas que me recuerdan acontecimientos felices o desastrosos. Por si fuera poco, vivo momentos desesperantes al no encontrar libretas y documentos que creía guardados y terminaron perdidos en la basura o en las manos traviesas de algún sobrino. Paciencia.

Ante ese escenario de caos, lidio con mi irritación por las dilaciones innecesarias en instituciones públicas, por las respuestas ambiguas que no llevan a ninguna parte, y en cambio conducen a esos momentos incómodos en los cuales nos ponemos sarcásticos, irónicos y desagradables. Por supuesto, así sólo perdemos más tiempo, pero también hacemos catarsis y si la discusión no pasa a mayores, los empleados y yo terminamos por reírnos de tanto absurdo.

Uno de esos absurdos ocurrió por la excesiva confianza que mucha gente deposita en la sabiduría de los informáticos, las informáticas y los “sistemas”, esas aplicaciones tecnológicas que nos facilitan la vida y que algunos ven como “dioses” a los que nadie puede cuestionar.

Ocurrió así: me entregan un récord de notas, lo miro y veo dos errores: hay registrados menos créditos de los que indica el propio documento, y hubo un mal cálculo en el índice de un semestre.

Trato de señalar el error a la encargada de registro y ella se niega a ver lo obvio. Me cuentan que es una profesional con experiencia en el tema, que ha mejorado procesos importantes en la universidad. Algunos de sus colegas dicen además que es hábil para encontrar soluciones.

Por eso me siento frustrada, cuando se niega a escuchar y a ver lo evidente. “Mira, eso es un sistema” me dicen en su departamento, por toda respuesta. Trato de argumentar que un sistema lo desarrolla una persona como nosotras, pero, con conocimientos tecnológicos y tal vez más habilidad para las matemáticas y el razonamiento lógico que la mayoría, pero un ser humano con limitaciones, a fin de cuentas.

Ni argumento, ni ironías, ni boches fueron suficientes. Pasaron cuatro semanas para que, ante mi insistencia, el informático revisara mi caso y junto a la encargada se diera cuenta de uno de los errores. Pero, ¿cómo admitir que hubo un segundo error, qué el sistema, esa cosa sobrehumana con su divino creador se equivocara dos veces?

Luego de tres días de la primera victoria (santa paciencia) y de que yo me enredara en tontos discursos explicando por qué la suma de 3 más 4 es igual a 7 y no a 9, se arregló el entuerto.

Y una de mis reflexiones a raíz de esta frustrante experiencia es que nadie debe renunciar a pensar por sí mismo, a ver, a desconfiar y a dudar para entregarle su cabeza a un experto.

Por el contrario, las opiniones del experto o incluso del genio, deben servirnos para ampliar horizontes, intentar comprender y si fuera el caso, facilitarnos la vida. Pero nuestra cabeza debe seguir perteneciéndonos. La mía al menos, con sus luces y sus deficiencias, seguirá siendo mía, ya sea para ver un documental de física cuántica, decidir si apoyo o no un proyecto o, ¡por las burocracias primigenias! para sumar, restar, multiplicar y dividir con permiso del Excel, los informáticos y todos los códigos binarios.

Pero también he aprendido que más que con lógica y matemáticas, muchos problemas bien se pueden resolver con empatía. Con un poco menos de fe en la informática y más apertura para escuchar lo que los demás tienen que decir por parte de la encargada, y un poco menos de mal humor y sarcasmos de la mía, es posible que nos hubiésemos ahorrado algo de tiempo y muchos malos ratos.

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