miércoles, 4 de noviembre de 2009

Esos traviesos que nos destrozan el corazón

Recuerden a los dos niños de rodillas, con los brazos abiertos, pidiendo comida en la Carretera Internacional y a los dos pequeños de la ciudad, cansados, sucios y hambrientos, tratando de ganarse, con picardía, un helado.


Dos niños, menores de 10 años, insisten en hablar con las vendedoras. Toman sin permiso las servilletas del mostrador, molestan, con su presencia, a los clientes más quisquillosos de una heladería ubicada en el Centro Cuesta Nacional de la avenida 27 de Febrero esquina Abraham Lincoln.

Los pequeños huelen a sudor y sus ropas sucias muestran la pobreza de su hogar en el barrio de Villa Duarte, en Santo Domingo Este, desde donde se trasladan al rico Polígono Central del Distrito, a pedir algunas monedas.

Los traviesos pedigüeños de la avenida 27 de Febrero esquina Abraham Lincoln no se dan por vencidos, ni cuando las vendedoras amenazan con llamar a los agentes de seguridad. Insisten, tratan de hacerse los simpáticos con las chicas de la heladería, toman servilletas y cucharitas del mostrador y se las entregan.

-Voy a contar hasta diez, y después voy a llamar a la seguridad, cuando vuelvan limpios y con uniforme de escuela les voy a dar un helado-dice la vendedora.

-Bueno, ya sabemos que nunca les brindarán el helado-comenta su compañera de trabajo, molesta con los chicos que una vez más se han colado en el local.

De todos modos, los chiquillos consiguen dos barquillas, alguien se las brinda. Felices, se sientan a comer su helado. Felices, felices, ilusionados, miran la barquilla como a un juguete.

Yo los miro a ellos. Recuerdo a otros traviesos pedigüeños y desisto de hacer la crónica de viajes que he aplazado por semanas sobre la Carretera Internacional.


En esta carretera sin asfalto, de 45 kilómetros-entre Pedro Santana y Tirolí- los niños corren tras los vehículos, desesperados por alimentos, como contó Lissette Rojas en un reportaje para Clave Digital.

Tenía ganas de escribir que el viajero que se dirige a la Carretera Internacional, por Pedro Santana, en la sureña y fronteriza provincia de Elías Piña, cruza el río Artibonito y a veces le puede dar la impresión de que es un riachuelo cualquiera, un charquito sin gracia. Pero, kilómetros más adelante, la cuenca del Artibonito es un espectáculo de sonidos corriendo sobre rocas.

No es el agua lo que impresiona, es esa música del río que atraviesa ambos lados de la isla, porque acerca, como las corrientes, a pedazos de patrias perdidos de soledad.

Los pueblos haitianos están a mano izquierda-en la travesía de sur a norte- y a mano derecha duerme el suelo dominicano, deshabitado, con montañas y valles impresionantes a pesar de la deforestación. Unos pocos cuarteles del Ejército Nacional vigilan la zona.

Como llovió antes de nuestro viaje, la carretera-un camino peligroso, por el que siempre se va al borde de un precipicio- estaba atravesada por venas de agua.

No son estas, sin embargo, las impresiones que quiero dejarles ahora, no quiero que recuerden unas florecitas rojas que crecen en las montañas haitianas. Quiero dejarles, los ojos de una niña que extendió las manos para recibir alimento y luego nos dijo: “vayan con Dios, gracias”, con una expresión de alegría inmensa por recibir un poquito de comida.

A la pequeña la encontramos luego de pasar por Calavacie, un pueblo haitiano identificado con un letrero del ron dominicano Brugal, antes del cual hay una cascada que suena como la lluvia.


Pudimos llegar hasta el pueblecito porque Alicio, un campesino de Haití, nos ayudó a cruzar. El camino no desapareció próximo a Calavacie gracias a la voluntad de Alicio y a la de sus amigos. Ellos no dejaron que la carretera Internacional se volviera intransitable: con sus manos quitaron escombros y allanaron tierras.

Alicio guió por el peligroso trecho a nuestro amigo Primitivo, quien conducía la camioneta, luego de que el resto del equipo atravesara la zona a pie para que el vehículo estuviese ligero y el conductor maniobrara con facilidad, al borde del precipicio.

Cuando en Calavacie se enteraron de que llevábamos algunos alimentos, de las montañas empezaron a bajar niños, mujeres y hombres, que viven sin agua potable y con hambre, especialmente después de que terminan las cosechas de mango y con ellas el poco intercambio comercial.

Luego de pasar por este pueblo, como sucedió antes, decenas de niños se lanzaron tras nuestro vehículo, como suelen hacerlo con todos los que transitan por el lugar. Esperan tener suerte, esperan que los viajeros les den algo, una menta, un pan, dinero…

El recorrido termina en Tirolí, el último pueblo haitiano de la carretera, donde se celebra el mercado binacional, al final de la carretera de tierra. Después se llega, por una carretera rodeada de verde y asfaltada, a Loma de Cabrera, un pueblo de la República Dominicana.

Pero antes de entrar en Tirolí, ya sin nada que dar, dos niños haitianos que alcanzaron a ver nuestra camioneta, se hincaron y abrieron los brazos. Esperaban, como de cada automóvil que cruza por su lado, el milagro de un poco de comida.

Piensen en estos dos niños hincados en la Carretera Internacional y en los dos pequeños de la ciudad, cansados, sucios y hambrientos, tratando de ganarse, con picardía, un helado.

Esos traviesos de Villa Duarte me recordaron a algunos niños haitianos que en la Carretera Internacional trataban de esconder, a veces con una mano en la espalda de sus cuerpecitos desnudos, la merienda que les entregaban los viajeros, para que les dieran otra ración.

En principio me enojé con ellos, luego, les guiñé el ojo. Qué más da, que estos traviesos conserven la alegría de una travesura, una travesura para olvidar el hambre.


Nota: Un grupo de gente muy solidaria donó alimentos, ropa y juguetes para los niños de la Carretera Internacional. Acompañé a quienes llevaron las donaciones

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