En los barrios populares de Santo Domingo la gente decora
las calles para celebrar la Navidad. Los decoradores suelen ser jóvenes que
luego disfrutan de su entorno de luces y alegorías navideñas con divertidas
fiestas, que tienen como contraparte negativa el ruido ensordecedor que daña la
convivencia de nuestra vida citadina y los excesos en el consumo de alcohol.
Pero, como el ruido forma parte de nuestra cotidianidad, suelo ser indulgente
con los ruidosos durante las fiestas navideñas.
No sé, pero hay algo hermoso en el hecho de que la gente
se una para decorar una calle solo por el gusto de verla hermosa y disfrutar de
las luces de colores. Habla de ese espíritu gregario y lúdico que las personas
llevamos dentro, de la capacidad de disfrutar mientras creamos una obra
colectiva.
Así que lejos de casa, extrañaba ver aquellas
decoraciones colectivas, a veces algo barrocas, pero siempre alegres. En
Baltimore, Maryland, disminuyó mi nostalgia. Como en los barrios populares de
Santo Domingo, los vecinos de la Calle 34 o Calle de la Navidad, se ponen de
acuerdo para decorar su vecindario.
Es una tradición que con el tiempo se ha convertido en
atractivo turístico. Pesebres, luces de colores, comida callejera y venta de
chocolate caliente. Lo admito, me encantan las ferias. Pocas cosas me resultan
tan placenteras como caminar por este tipo de eventos y disfrutar de la alegría
de los niños que gritan, corren y enloquecen a los adultos.
También me encantan los pesebres y su ingenuidad. ¿De
verdad María tenía esa cara tan serena? ¡Pero si estaba recién parida! Las
mujeres que he visto horas después de dar a luz tienen una cara que mezcla la
alegría, el cansancio, el dolor, la sorpresa y el miedo, pero nunca esa
serenidad angelical. Supongo que si María viese como la pintan en los pesebres
se moriría de la risa.
Luego de mirar los pesebres me divertí con los trineos,
con sus renos, sus Santa Claus y sus esperanzas de que habrá regalos para todos
en todas partes del mundo.
Mientras caminaba con mi amiga pakistaní, de fe
musulmana, y mi amigo holandés, educado como yo en la tradición
cristiana-católica, pensaba en la magia de este tipo de actividades colectivas.
No es sobre religión o tradición, es sobre la posibilidad de convivir no solo
en paz, sino también con tanta alegría como sea posible, sin tanto miedo a “los
otros”. Exactamente como los niños, que al menor descuido de sus padres se
dedicaban a jugar y a hacer travesuras con los hijos de otras familias, sin
importar si eran blancos, afroamericanos o lucían como se suponen que lucen los
árabes o los latinos en el imaginario estadounidense. Ellos todavía no tienen
miedo. Atrevidos, tocaban y curioseaban entre los árboles de Navidad, los Reyes
Magos, y las imágenes del niño Jesús.
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