miércoles, 24 de junio de 2009

El niño que se enojó con Dios




Papa Dios se había portado muy mal. Así que el Niño estaba enojado con ese viejo barbudo y todopoderoso pintado en el cuadro del Gran Poder que desde lo alto de la pared, casi en el techo, vigilaba la sala de la casa.

Fue la Madre quien primero le alertó de las travesuras del viejecito bondadoso, que ejercía su arbitraria autoridad para traerlo de nuevo al redil, castigándole por sus malcriadezas.

-Critopher, Papá Dios te va a volver a castigar-dijo la Madre cuando el niño, en un alarde de libertad, le pidió a una Tía empalagosa que lo dejara en paz, mientras se zafaba de un abrazo no consentido.
-Dio no catiga lo niño, él e bueno

-Él es bueno, pero castiga a los que se portan mal, ¿te acuerdas, cuándo te caíste? Ese fue papá Dios que te castigó-dijo la Madre.

-No, no, déjame cheto-respondió el pequeño, mientras desordenaba la mesa.

-Cristopher, ¿tú no te acuerdas de que el sábado chocaste contra el estante y te pegaste en la frente? Ese era papá Dios, enojado por tus rabietas- sermoneó la Tía

El niño se puso triste. La Tía y la Madre habían ganado. Doblegaron con miedo el carácter que no podían domar con castigos, ni amenazas, ni consejos de sicólogos, ni de libros escritos por super sicólogos.

SILENCIO, SILENCIO. Nadie habla. El niño piensa.

Cinco minutos después el chiquito de cuatro años las sacó de su error.

-Yo no me polto mal, e dio el que se polta mal conmigo-gritó.

La Madre y la Tía miraron al cielo en busca de argumentos.

Tres días después, la Madre encontró al niño mirando con desprecio al cuadro del Gran Poder desde el cual Dios vigilaba a todos con una sonrisa bondadosa y juguetona. El pobrecito jugaba con el viento que hacía ruido en la pintura para divertir a Cristopher.

(Riamny Méndez)

martes, 16 de junio de 2009

Ética en los negocios




Construir la prosperidad sobre el desprestigio ajeno. Ese parece el lema de la administradora o propietaria de un negocio de venta de picaderas al que un amigo y yo entramos por error, mientras intentábamos ubicar el local de su competencia, que se encuentra a pocos pasos del suyo.

“Este es mejor. Nosotros nos trajimos al chef de ellos, al maestro, y los nuevos dueños ya no se ocupan del negocio. Quedan unos empleados que no saben … Nosotros tenemos la higiene, la calidad”, nos dijo- palabras más, palabras menos - la mujer luego de regañarnos, con razón tal vez, por aparcar el carro frente a su local.

Mi amigo le pidió disculpas por estacionarse en su parqueo y le comentó que nosotros creíamos que los estacionamientos eran compartidos por los dos sitios. Después le explicó que sólo estábamos haciendo un encargo de mercancía, momento que ella aprovechó para lanzar su veneno.

Me desagradó tanto su actitud...Nunca compraría su comida, aunque soy una empedernida probadora de los sazones de la ciudad, una especie de turista gastronómica de los más locos rincones de la comida popular. Le temo más a su mala fe que a la ameba.

sábado, 6 de junio de 2009

Escritura creativa

Les presento mi texto para el Mapa Literario de Santo Domingo, elaborado a partir del taller "Enfrentando la escritura creativa" impartido por los escritores Erika Martínez, Meg Petersen y Frank Báez. Otros relatos y poemas encantadores, junto con nuestro mapa interactivo, están disponibles aquí.




Nos robaron las aletas

No me impresionó. Demasiado letargo en los movimientos. Agua acumulada en vidrieras: vasos llenos, inservibles.

Los peces eran como juguetes plásticos moviéndose entre plantas acuáticas. Era fantástico y tonto. ¿Dónde estaba el mar? ¿Dónde los peces saltarines, el agua azul?

-¿Para eso me trajeron a la Capital?- pensé cuando vi el Acuario por primera vez. Había salido de mi pueblo a conocer el mar. Tenía ocho años, y dormí durante todo el trayecto. Desperté. Ante mí, un edificio enorme. Estaba cansada.

Cuando salí del Acuario, ahí estaba el mar. Nadie tuvo que enseñármelo. ¡Esa cosa azul, sonora, inmensa, tenía que ser! Nunca paraba de hablar, pero por minutos hice silencio. Luego, pregunté:

-¿Dónde están los peces de colores? ¡No se mueven entre las olas !

-Jajajaj- mami me haló las colitas con las que domaba el pelo crespo, mientras yo me alisaba con las manos un coqueto vestido dominguero.

Me fascinó entonces el misterio. Así que al menos ese día, sólo vería los peces en las vidrieras.

Bueno, había que regresar al pueblo sin olas. No, no, no les hablo de Bolivia, les hablo de Tamayo, un municipio dominicano, que tiene una playa cercana, en la provincia Barahona, a sólo 45 minutos de distancia. Y para nosotros el mar no existe.

-¿Cómo se hacen los caracoles?
-Pues, lo fabrican con piedras los artesanos-me dijo una prima de ocho años como yo, en un espacio invadido por el olor dulce, pegajoso, de los mangos. Y me pareció la respuesta más natural del mundo. En la cocina de mi abuela había dos de esas curiosas tonterías. Nunca, hasta que cumplí los diez años se me ocurrió pensar que vinieran del mar. Y creen los europeos que Dominicana es una eterna fiesta de playa.

Mis amigos y yo, al menos en los años infantiles, no fuimos confidentes del mar. Veíamos el mar como un misterio lejano. Las familias no iban a nadar a las playas, así que tuve suerte de descubrir el mar, aunque sin arenas, en la niñez.

Visitamos la playa en la adolescencia, durante la primera excursión escolar o de amigos, siempre acompañados de algunas de nuestras madres. Era como si lo hubiéramos conocido toda la vida. Nos acostumbramos a las corrientes tan distintas al río, a la tibieza de la arena, pero no sabíamos nadar en agua salada, nos desconcertaban esas olas.



-¡Cuidado muchacho, que eres un peje de agua dulce!-decían las madres que acompañaban al grupo al ver los intentos por nadar de sus niños, acostumbrados a las corrientes tranquilas del Yaque del Sur. Éramos peces cojos. Se nos habían deformado las aletas.