Mirar la vida de frente. Los dominicanos necesitamos dejar de evadir la realidad. Tenemos que aceptar que detrás de la risa y el bullicio, de las sonrisas y las carcajadas, hay un país de personas rotas de dolor, hay una sociedad que produce sufrimientos evitables, que acosa a los más débiles y permite, entre aplausos, el abuso de los poderosos.
Pero, sobre todo, necesitamos aceptar que la crueldad no es “producto de la descomposición social de hoy en día”, que no se debe a que “los jóvenes están perdidos”. Aceptemos, para cambiar, que nunca hemos sido el paraíso de la bondad del que hablan los abuelos. Miremos de frente el dolor del que venimos.
Ni nuestros campos, con sus historias de solidaridad tan entrañables, han sido nunca tan apacibles como imaginamos, ni Santo Domino, este caos de nuestros amores, es o fue solo la ciudad alegre y divertida que vive en la imaginación de muchos capitaleños.
Les contaré, brevemente, cuatro historias de mi entorno más cercano que ilustran nuestra particular crueldad, la máquina de vidas rotas en la que hemos crecido. Y no ocurrieron ayer en la mañana. Ocurrieron hace más de 20 años, cuando yo era una niña y crecía en Tamayo, que por aquel entonces era, según la versión más aceptada, un tranquilo y apacible puesto del Suroeste.
La primera tiene que ver con la discapacidad y el abuso. No recuerdo todos los detalles, pero un día en el barrio en el que crecí, unos hombres golpearon a un chico que tenía una discapacidad física y a quien llamaban “el manco”. A su alrededor había una ronda de vecinos que reían del espectáculo mientras el muchacho lloraba desesperado. No era una niña valiente, no lo defendí. Creo que me puse a llorar, aturdida. Nunca he comprendido como aquella gente, los vecinos tan queridos, pudieron prestarse a tal crueldad. De repente ese recuerdo me ha martirizado en las últimas semanas, y quisiera confrontar a todos los que estuvieron allí, quisiera preguntarles: ¿qué han hecho?, ¿por qué?
La segunda historia nos habla sobre el desprecio hacia las mujeres. Una chica fue violada por un pariente que, además, acosaba a todas las niñas de la familia. En los pueblos, ya se sabe, los secretos se dicen a voces por todos los rincones, así que pocos pueden alegar ignorancia. A la muchacha se le impuso la convivencia con el violador que nunca fue sancionado, se le impuso la humillación de mostrarle respeto y callar su dolor, y así “el honor de la familia fue salvado”, ante la indiferencia de toda esa familia, de todos los vecinos y de las autoridades que conocían hasta el más mínimo detalle del delito. Espero todavía pese sobre sus conciencias.
Mi tercer recuerdo también está lleno del sufrimiento de una mujer. Un día vi a un hombre pegar a una mujer adulta. Hasta ese momento solo había visto a los adultos pegar a los niños y a las niñas. Estaba impresionada. Luego comprendí que el hombre golpeaba a la esposa casi todos los días y solo en situaciones extremas los vecinos intervenían para salvar su vida. Todavía puedo ver la expresión de aquel rostro cansado, que parecía suplicar que parara el dolor.
La cuarta historia tiene que ver con la enfermedad mental. Un enfermo mental crónico, tal vez porque la familia no tenía dinero suficiente como para pagar un hospital, era acosado con frecuencia. Sus reacciones terminaban convertidas en espectáculo para disfrute de un público ávido de morbo. La gente le daba cerveza y ron, lo que empeoraba aún más su enfermedad.
Vi a ese hombre llorar como un niño, con un llanto que ahora revivo y que creo, es el llanto que representa el dolor y la frustración de las familias rotas, de la pobreza que impide comprar la medicina del enfermo mental, pobreza que no cae del cielo y que en mi municipio, está muy relacionada con una historia aún más antigua de expropiaciones de tierras que fueron a parar al ingenio, y con el abandono estatal. Ese llanto, mis amigos, es el llanto de la impotencia por todos los “honorables” protegidos a costa de la humillación y las lágrimas de las mujeres, el llanto de los que estamos rotos y rotas de sufrir o de ver tanto dolor y tanta impunidad.
LIBERTARIEDADES
Periodismo, literatura e historias de la vida cotidiana.
domingo, 22 de diciembre de 2013
sábado, 29 de junio de 2013
Hay ciudades que tienen alma y hay ciudades que te hacen parte de su alma
He perdido el autobús. Ahora conozco, un poco mejor, la ciudad. Tercera vez que ella y yo nos encontramos. Y como la primera y la segunda vez, Baltimore me sorprendió. Sus viejos edificios, que parecen de piedra, con ese aire elegante y, en algunos casos, a la vez, algo destartalados, me hacen un guiño para que vuelva a mirarlos, a descubrir los detalles que antes no había notado. Las estaciones de un tren cuyos rieles aparentemente hirieron bosques, están rodeadas, en ciertos tramos, de una naturaleza no del todo domesticada. Un verde que quiere ser salvaje sigue en pie, y se alborota cuando los andenes se quedan solos. Envía pájaros a inspeccionar sus antiguos dominios. Y en algunos vecindarios, lejos de los árboles y arbustos que el tren dejó atrás, la gente se sienta frente a la calle, a ver pasar la vida o a disfrutarla, desde sus casas.
Baltimore desde un edificio de la Hopkins. |
He terminado totalmente enamorada de Baltimore en una visita que no tenía como objetivo disfrutar de su belleza. Me dirigía a una oficina, a una entrevista muy formal. Confundí, pobre de mí, a Baltimore con una ciudad cualquiera, de esas en las que puedes hacer una gestión administrativa y regresar a casa sin ninguna inquietud.
Nuestro encuentro lúdico, esta vez, empieza por error. Vengo de Washington. Al bajar del tren en la estación Pennsylvania, descubro que el autobús que había pensado tomar, es una guagua propiedad de la universidad Johns Hopkins, que no puedo abordar porque no soy estudiante de esa academia. Quiero saber si hay alguna alternativa. Pregunto a un hombre de cara muy seria, “¿qué puedo hacer?”. Él me aconseja, con una tranquilidad de anarquista convencido, que me haga pasar por estudiante pues en su opinión nadie se dará cuenta, y los autobuses están hechos para llevar y traer gente que necesita transportarse. La idea es tentadora. Pero, prefiero evitar una situación embarazosa. Así que pierdo esa guagua, la dejo pasar.
Trato de encontrar otro sistema de transporte que me lleve a mi destino.
Mientras tanto, noto la belleza de algunos edificios, aunque me disgusta que estén pintados de marrón, y no de los colores pasteles que he visto antes en algunas casonas de Baltimore. Me digo, “no me puedo detener en estos detalles ahora, debo tratar de encontrar un autobús o un tren”. Toco la puerta de un edificio de estilo contemporáneo y pregunto a un guardia de seguridad por mis alternativas. El guardia tiene la paciencia suficiente para escuchar y deletrear los nombres de las calles que debo encontrar para tomar el autobús 21. Sus explicaciones no bastan y termino perdida y me distraigo con los detalles de una iglesia de estilo muy sobrio, casi austero. Me obligo a seguir mi camino. Encuentro a un hombre y a una mujer que hablan de forma animada, mientras caminan despacio. Les explico que trato de encontrar la parada del autobús.
Desde el carro del profesor que se ofreció a llevarme a la estación del tren. |
Me indican con total precisión dónde puedo tomar la guagua, y además, me cuentan todos los pormenores del transporte público de la ciudad. También quieren que entienda cómo conseguir, en las oficinas del Gobierno, unas tarjetas especiales “para que no tenga que pagar tanto dinero en los autobuses”. No entiendo bien de qué va el asunto, así que sonrío y agradezco la amabilidad. Tal vez piensan que soy muy pobre y no puedo pagar el autobús o tal vez pregunto por un autobús que solo toman personas muy pobres. No lo sé y tengo prisa.
Mientras tanto, los minutos pasan, la conversación se extiende, sin que encuentre una manera cortés de terminarla. Por suerte, el hombre mira el reloj y me dice que ya es hora de que pase la guagua. Me pide que corra hasta la próxima calle para que no pierda mi bus.
Corría, mientras ellos me gritaban que cruzara la calle con cuidado y que le explicara al conductor cuál era mi parada. Llegué justo a tiempo para abordar el autobús.
No era conductor, era conductora. Le pido a la señora, que por favor me diga en cuál parada puedo quedarme para llegar a la calle que me ha indicado el guardia de seguridad. Ella es, no se puede negar, un monumento a la amabilidad, pero también a la mala memoria. Se olvida por completo de mi existencia, y solo se acuerda de mí tres cuadras después de la parada en la que tenía que dejarme.
Ahora llueve, y paso por un vecindario que parece de viviendas sociales con gente que habla en las calles y niños que juegan en los patios. Todo luce muy apacible.
Ahora llueve, y paso por un vecindario que parece de viviendas sociales con gente que habla en las calles y niños que juegan en los patios. Todo luce muy apacible.
Decido volver a preguntar a un transeúnte por las oficinas. Pienso que tal vez hay un atajo, mientras camino por la bulliciosa avenida Orleans. Una mujer me explica la forma más rápida de llegar a la oficina que busco. Como el guardia, me deletrea calles y números. También me pregunta, de dónde vengo y por qué tomé esa ruta. Levanto los hombros y admito que estoy perdida.
Sigo sus instrucciones, pero me confundo y vuelvo a preguntar a dos guardias de seguridad que me ayudan a encontrar mi destino y hasta a protegerme de la lluvia por unos minutos. Mi sombrilla es pequeña y estoy mojada.
Finalmente acudo a mi cita, y luego, pregunto al señor que cuida el edificio cómo puedo regresar a la estación del tren. Se ofrece a explicarme como encontrar una parada de autobús. Pero tengo suerte, un profesor decide llevarme en su carro y veo en la cara del guardia una sonrisa de sincera alegría. Debió preocuparse al ver mi expresión de gato perdido y mojado cuando llegué al edificio.
De regreso a la estación, el grupo “Let the monkey go” tiene una presentación en la calle. La guitarra electrizante, el ritmo que me recuerda cierta música de Jamaica, la gente que se detiene a verlos y el olor de la comida callejera de Baltimore hacen que me sienta parte del ambiente. Todo me resulta tan distinto y tan familiar. ¡Pero es hora del regreso! Decido entrar a la estación a comprar mi pasaje. He perdido el tren de las 6:30. Tengo que esperar una hora. ¿Qué más da? quién se va a enojar luego de oír la música de “Let the monkey go”, con sus percusiones que recuerdan ese verde a veces salvaje y a veces tranquilo que el tren dejó atrás, su piano iconoclasta y los instrumentos de viento que llenan el aire de ritmos que parecen nacidos para estar aquí.
Y está ese olor de la comida callejera de Baltimore. Por fin puedo sentir, luego de mucho tiempo, el olor del ajo y la cebolla de la comida “real”, en esta ciudad en la que puedes conversar en cualquier esquina, y donde desde la decoración de una calle para celebrar la Navidad hasta la recolección de fondos para una obra social o simplemente el amor de la gente por la comida callejera y la buena música bastan para armar una fiesta y bailar hasta que el sol se acueste o se levante, que no vamos a controlarle la vida al sol, que de eso se ocupen los aburridos policías.
Ahhh, y la ciudad tiene un puerto por el que no he podido caminar con detenimiento. Seguro que la próxima vez iré a ver cómo es la vida portuaria, porque esos barcos que vienen y van por el río Patapsco tienen que estar relacionados con ese aire de alegría que se respira en la ciudad.
Desde el tren, camino a la ciudad de Baltimore. Durante este recorrido se pueden ver muchos árboles, y fuentes de agua. |
domingo, 14 de abril de 2013
jueves, 27 de diciembre de 2012
lunes, 24 de diciembre de 2012
Decorar la Navidad de todos...entre Santo Domingo y Baltimore
En los barrios populares de Santo Domingo la gente decora
las calles para celebrar la Navidad. Los decoradores suelen ser jóvenes que
luego disfrutan de su entorno de luces y alegorías navideñas con divertidas
fiestas, que tienen como contraparte negativa el ruido ensordecedor que daña la
convivencia de nuestra vida citadina y los excesos en el consumo de alcohol.
Pero, como el ruido forma parte de nuestra cotidianidad, suelo ser indulgente
con los ruidosos durante las fiestas navideñas.
No sé, pero hay algo hermoso en el hecho de que la gente
se una para decorar una calle solo por el gusto de verla hermosa y disfrutar de
las luces de colores. Habla de ese espíritu gregario y lúdico que las personas
llevamos dentro, de la capacidad de disfrutar mientras creamos una obra
colectiva.
Así que lejos de casa, extrañaba ver aquellas
decoraciones colectivas, a veces algo barrocas, pero siempre alegres. En
Baltimore, Maryland, disminuyó mi nostalgia. Como en los barrios populares de
Santo Domingo, los vecinos de la Calle 34 o Calle de la Navidad, se ponen de
acuerdo para decorar su vecindario.
Es una tradición que con el tiempo se ha convertido en
atractivo turístico. Pesebres, luces de colores, comida callejera y venta de
chocolate caliente. Lo admito, me encantan las ferias. Pocas cosas me resultan
tan placenteras como caminar por este tipo de eventos y disfrutar de la alegría
de los niños que gritan, corren y enloquecen a los adultos.
También me encantan los pesebres y su ingenuidad. ¿De
verdad María tenía esa cara tan serena? ¡Pero si estaba recién parida! Las
mujeres que he visto horas después de dar a luz tienen una cara que mezcla la
alegría, el cansancio, el dolor, la sorpresa y el miedo, pero nunca esa
serenidad angelical. Supongo que si María viese como la pintan en los pesebres
se moriría de la risa.
Luego de mirar los pesebres me divertí con los trineos,
con sus renos, sus Santa Claus y sus esperanzas de que habrá regalos para todos
en todas partes del mundo.
Mientras caminaba con mi amiga pakistaní, de fe
musulmana, y mi amigo holandés, educado como yo en la tradición
cristiana-católica, pensaba en la magia de este tipo de actividades colectivas.
No es sobre religión o tradición, es sobre la posibilidad de convivir no solo
en paz, sino también con tanta alegría como sea posible, sin tanto miedo a “los
otros”. Exactamente como los niños, que al menor descuido de sus padres se
dedicaban a jugar y a hacer travesuras con los hijos de otras familias, sin
importar si eran blancos, afroamericanos o lucían como se suponen que lucen los
árabes o los latinos en el imaginario estadounidense. Ellos todavía no tienen
miedo. Atrevidos, tocaban y curioseaban entre los árboles de Navidad, los Reyes
Magos, y las imágenes del niño Jesús.
Etiquetas:
Baltimore,
Estados Unidos,
Historias de la vida cotidiana,
Navidad,
Santo Domingo
domingo, 23 de diciembre de 2012
lunes, 13 de agosto de 2012
Que sí, que yo hablo español, castellano, español...
-Hola
-Hi, do you speak Spanish too?
-Sí, claro, soy dominicana, hablo español, es mi lengua
-Ahh, de Dominica…
-No, que ese es otro país. Dominica es otro país y allá hablan inglés. Yo soy dominicana, dominicana, del país que está al lado de Haití, cerca de Cuba y de Puerto Rico y hablo español
-No…
-Qué sí, que yo hablo español, castellano, español, como usted, y quiero resolver este tema en español y en inglés no le hablo. Ya se lo dije, no voy a resolver este problema en inglés.
-Yes, but
-Pero, por qué es tan difícil, por qué tengo que explicar tanto que hablo español, que yo hablo español, que también soy latina, latinoamericana como usted. ¿Por qué usted no puede hablar español conmigo?
-¡Pos será porque usted no se calla, señorita!
Suscribirse a:
Entradas (Atom)